Página 2: Educación, Tecnología y Humanización


Educación, Tecnología y humanización.
La educación teórica, especulativa, alejada de referencias empíricas y prácticas, tiene en Platón a su más antiguo defensor. Para él las disciplinas más valiosas en la educación de quienes debían regir los destinos de la comunidad eran las más alejadas de lo experimental, de lo observable y de lo opinable. De hecho, las matemáticas, que tienen en la descripción de los fenómenos naturales una fácil aplicación práctica, eran defendidas en el modelo educativo platónico justamente por lo contrario: por su naturaleza abstracta, por su alejamiento de lo práctico y porque en ellas no parecen posibles las controversias. Platón es, por tanto, un precursor de una tradición intelectualista que ha despreciado lo práctico y ha defendido el predominio de lo teórico y lo académico en la educación.
Por utópicas que pudieran parecer en el plano político, las propuestas platónicas han tenido un gran éxito en la historia de las instituciones educativas y en la definición de lo que se ha considerado educativamente valioso y se ha venido enseñando en los currículos escolares. En este sentido, el predominio educativo de la tradición platónica explica, al menos en parte, las razones del desprecio hacia la tecnología que ha sido dominante hasta momentos muy recientes de la historia de la educación. La tecnología, por su vinculación con las actividades artesanales de carácter práctico, ha sido merecedora del desprecio de las elites culturales como actividad inferior. La sospecha ha sido la actitud característica de la cultura clásica hacia la tecnológica (Mitcham, 1989). Se sospecha de la tecnología como una actividad propia de grupos inferiores, que, por mirar hacia lo real, se incapacitan para ver lo ideal. Y se sospecha también de la transformación tecnológica de la realidad porque es considerada como la voluntad de transgredir las leyes inmutables que gobiernan y deben gobernar el funcionamiento de la naturaleza.
Sin embargo, paradójicamente, es también en la obra de Platón donde se encuentra una de las más hermosas y profundas reflexiones sobre la inextricable conexión entre la técnica y la esencia de lo humano. En el Protágoras (320 d), un diálogo en el que se aborda la cuestión de los fines de la educación, Platón presenta una versión del mito de Prometeo en el que, quizá sin quererlo, describe la relación entre la actividad técnica y la gestación de lo humano. En el mito los dioses habían encargado a Epimeteo y a Prometeo el reparto de las facultades entre todos los animales antes del día señalado para su aparición sobre la tierra. Es Epimeteo quien se encarga de repartir de forma armoniosa las diversas características en las especies, conformando un mundo animal organizado según criterios de lo que hoy se llamaría adaptación al entorno y equilibrio ecológico. Sin embargo, Epimeteo se olvidó de la especie humana en su reparto. Fue esta deficiencia, esta cualidad de «mono a medio hacer» o de «mono desnudo», lo que en el mito impulsó a Prometeo a robar del taller de Hefesto (de la fragua de Vulcano que en la pintura de Velázquez no es otra cosa que un taller artesanal) el fuego y la sabiduría que le permitiría defenderse y sobrevivir. El fuego era en el mito algo reservado a los dioses. Es esa porción divina lo que hace de los seres humanos una especie a medio camino entre la naturaleza y la divinidad, un verdadero animal divino. Tan divino que es capaz de dominar el fuego, de construir artefactos y hasta mitos con los que explicar su propio origen.
Más allá del mito, el fuego representa esa cualidad que ha permitido a nuestros antepasados superar las limitaciones impuestas por su medio, evitando la inexorable ley de la naturaleza que condena a las demás especies a adaptarse al medio o desaparecer, y que, en el caso de la nuestra, ha llevado a que sea el propio medio el que ha sido adaptado a nuestras necesidades y deseos en un proceso de transformación continua que tiene su explicación en la técnica, en la capacidad práctica de transformar la realidad. Lo divino de los seres humanos podrá ser también el dominio del lenguaje o la capacidad para la abstracción y la creación de ideas y explicaciones a los fenómenos, pero con ello, y aún antes que ello, lo divino de los humanos es su cualidad para hacer cosas, para cambiar la realidad. Justamente lo que se ha atribuido siempre a los dioses: la capacidad de crear.
Es la técnica, por tanto, la primera seña de identidad de lo humano. Hoy somos homo sapiens, pero ello es así porque antes fuimos, y en gran medida nunca hemos dejado de ser, homo faber, seres capaces de hacer cosas, seres capaces de crear cosas, incluso seres que creando cosas han sido capaces de hacerse a sí mismos. Porque si la técnica es el primer producto de lo humano, también los humanos somos el más genuino producto de la técnica.
Lo que no se entiende, entonces, es este olvido en la historia de la educación de lo que han sido nuestros propios orígenes, esta lectura del mito en la que lo sustancial y antecedente (la técnica) no se resalta y queda ensombrecido tras lo adjetivo y consecuente (la inteligencia). Aunque no siempre haya sido sabido y aceptado, lo cierto es que la técnica forma parte de la esencia de lo humano, y la técnica ha sido uno de los factores principales que han hecho posible la propia hominización.
También cada ser humano acaba siéndolo porque va accediendo a diversas habilidades que definen su cultura. Eso que llamamos educación, que no deja de ser la variante institucional de lo que en otros tiempos había sido la socialización, consiste en el progresivo dominio individual de numerosas técnicas. Aprender a leer y a escribir es, antes que acceder a un universo simbólico, adquirir destrezas en una serie de herramientas que se utilizan con el propósito de comunicar, es decir, de intervenir y modificar el entorno social en el que se vive. Esas herramientas y esas destrezas son técnicas, y no sólo en un sentido metafórico.
Se escribe con las manos. Los dígitos, antes que números que conformarán universos enteros, reales e imaginarios, son los dedos, ese ábaco con el que nuestros antepasados antes, y nuestros niños siempre, han aprendido a contar las cosas. Incluso contar las cosas en el sentido de contar historias, de narrar, tiene su origen en la propia actividad manual de contar, de señalar equivalencias entre diversos objetos en las primeras transacciones comerciales. Y no sólo escribir; leer y calcular son técnicas que van siendo dominadas por el niño en el proceso continuo de humanización en que consiste su educación. La mayor parte de las destrezas que un niño va adquiriendo a medida que se educa son destrezas técnicas: desde los ademanes y maneras de estar en cada lugar, hasta montar en bicicleta y luego conducir un automóvil; desde la memorización y el recitado de una lección de historia, hasta el dominio y utilización de los programas de un computador; desde el baile o la danza, hasta tocar un instrumento musical... Ser diestro es ser habilidoso en el uso de herramientas, y es, a la vez, usar principalmente una de las dos manos.
No hay razones para que la tecnología haya de quedar fuera del repertorio de lo valioso en educación. Y, sin embargo, así ha sido. Se ha ocultado o enmascarado lo que de técnico hay en lo educativo. Se ha dejado, además, que las actividades técnicas hayan quedado fuera de los currículos educativos básicos hasta hace bien poco tiempo. Lo técnico ha sido excluido de los ámbitos centrales que conforman la educación escolar de los ciudadanos, quedando relegado a los espacios marginales de la formación profesional o a las formas de socialización externas a los sistemas educativos reglados.
Especialmente en España e Iberoamérica, sólo en las reformas educativas de los últimos años la tecnología ha llegado a tener una presencia sustancial en los currículos básicos de las etapas obligatorias. De hecho, la inclusión de contenidos tecnológicos en los currículos ha sido una de las notas que ha caracterizado las voluntades modernizadoras e innovadoras que han impulsado esas reformas. Pero, a la vez, desde los sectores educativos más conservadores se ha recuperado el discurso, propio de la tradición platónica, de la sospecha hacia la tecnología y se ha criticado intensamente esa presencia de los contenidos tecnológicos al lado de los contenidos de las disciplinas tradicionales: las ciencias, y, muy especialmente, las humanidades.
En España los años noventa fueron los de la aplicación de una reforma educativa que, por primera vez, creó espacios y tiempos curriculares para las enseñanzas tecnológicas en la educación secundaria obligatoria. Con la implantación de la reforma educativa de la década pasada se incorporaron a los institutos los profesores de tecnología, un grupo docente que antes estaba recluido en las enseñanzas específicas de formación profesional, consideradas tradicionalmente como vías formativas inferiores. La llegada de este nuevo grupo docente ha coincidido con el crecimiento de un movimiento crítico hacia la presencia de la educación tecnológica en el currículo obligatorio, que ha venido denunciando que las horas dedicadas a la formación tecnológica de los alumnos van en detrimento del tiempo disponible para su formación humanística. Esta tesis ha sido muy defendida por buena parte de los gremios de profesores de lenguas clásicas, filosofía e historia. Y si se afirmaba que la tecnología quitaba espacio (o, mejor dicho, tiempo) a las «humanidades», el argumento de la tecnofobia curricular concluía que lo más grave era la deshumanización que ello provocaba en la educación de las nuevas generaciones, dando por sentado que la enseñanza del latín o del griego es más humanizadora que la de los contenidos tecnológicos. El viejo Platón resucitaba en los debates curriculares españoles de los años noventa. Y, en cierto modo, ganaba batallas miles de años después de muerto porque los planteamientos conservadores, teoreticistas y elitistas del sector de los supuestos paladines de las humanidades, han conseguido calar en la conciencia social sobre los problemas del sistema educativo español, y forman parte del discurso de legitimación de los nuevos cambios normativos con los que se abre el nuevo siglo de la educación española.
Pero en educación, ¿las disciplinas humanísticas son necesariamente conservadoras?, ¿las propuestas de enseñanza de la tecnología suponen siempre modernizaciones educativas? Sin duda la respuesta a ambas preguntas es no. La coyuntura de los recientes debates educativos puede hacer pensar que la oposición entre educación humanística y educación tecnológica puede identificarse con la oposición entre tradición y modernidad. Incluso esa oposición tendría un significado análogo a la de las dos culturas (de «letras» y de «ciencias») sobre la que Snow (1959) también denunciara su distanciamiento e incomunicación. La oposición y confrontación entre «letras» y «ciencias» o entre enseñanzas humanísticas y tecnológicas, así como la disputa sobre la función modernizadora y el valor formativo de cada uno de esos ámbitos, hace que nuestros alumnos se eduquen recorriendo territorios disciplinares en los que las fronteras parecen infranqueables. Además, supone una falsificación sobre el papel que cada una de esas culturas ha tenido en la historia de la educación.
Las «humanidades» no han sido siempre el campo de la tradición y el repliegue frente a los cambios. Por el contrario, su aparición corresponde, como sucede ahora con la educación tecnológica, a momentos de modernización frente a otra tradición respecto de la cual pretendían tomar distancia. Las «humanidades» no nacieron para oponerse a las ciencias o a las tecnologías, sino a las «divinidades». Los estudios humanísticos recuperados en las instituciones escolares a partir del Renacimiento eran la expresión de una voluntad modernizadora que buscaba acabar con el monopolio de la religión en todos los ámbitos de la cultura, y, por supuesto, en el de su transmisión en las escasas escuelas y universidades. Las «humanidades» suponían una vuelta a lo humano (al humus de la tierra) contra el predominio de lo divino (del «éter» celestial) en la explicación y valoración de la realidad física y social. El regreso a los clásicos no era en los estudios humanísticos el retorno a una tradición lejana y abstracta. Por el contrario, suponía rescatar unas señas de identidad cultural en las que el valor de la racionalidad y la escala humana de los problemas suponía una rebeldía frente a una tradición esclerotizada en el dogma. Saber latín y conocer la filosofía griega no eran la forma de dar la espalda a los problemas de aquel presente, sino poder afrontarlos recuperando las respuestas dadas por Epicuro, Lucrecio, Cicerón o Séneca. Aquellas humanidades suponían una voluntad de reforma social, y su presencia educativa apostaba por una modernización muy lejana al papel que en estos años han jugado quienes se dicen herederos de esa tradición.
A finales del siglo xviii un nuevo impulso de modernización social sentó las bases del discurso legitimador de la institución escolar como un instrumento para el progreso social y la liberación individual. Pero en el proyecto ilustrado ya no eran los saberes humanísticos los que ostentaban el papel liberador asignado a la razón. Igual que tres siglos antes frente al dogma religioso las humanidades suponían el aire fresco de las nuevas ideas, en el contexto de la Ilustración la regeneración social y la liberación individual eran confiadas a los nuevos saberes que se oponían a las tradiciones metafísicas: los saberes de las ciencias. A partir de la Ilustración, y sobre todo con el impulso positivista, las ciencias asumieron en la vida social, y también en la escuela, el papel de motores de la modernidad y se convirtieron en la imagen de los nuevos tiempos. La enseñanza de las ciencias supuso lo moderno, lo racional, lo experimental, lo contrario al prejuicio y al dogma.
Y, sin embargo, igual que el impulso de las humanidades renacentistas no venció del todo a la tradición y acabó divinizándose y venerándose en su versión escolar, también las ciencias enseñadas han acabado por convertirse en un nuevo corpus teórico tan del gusto platónico. Lo abstracto de la matemática enseñada no ha sido menos accesible que la axiomática de la física que se enseña en las aulas. Incluso las modernas ciencias de la naturaleza han encontrado sus lugares de abstracción escolar en la bioquímica o en la descripción de los procesos celulares. El reino de lo indiscutible, de lo aislado de lo social es la ciencia enseñada en las aulas, bien lejana, por cierto, de la ciencia viva en la realidad social.
En este sentido parece que existiera una suerte de «principio de inercia platónico», que hace que la práctica educativa consista en la transmisión de saberes cristalizados que se enseñan de forma dogmática y abstracta y que se hallan completamente alejados de la vida. Tal principio supone que las tendencias innovadoras sólo tengan algún efecto en la modificación del reposo o movimiento rectilíneo y uniforme de la escuela en la senda del academicismo mientras se aplican como fuerzas continuas. Una vez que tales fuerzas han sido integradas por las inercias, resulta indiferente si los contenidos enseñados han de ser las verdades reveladas, la filosofía estoica o las leyes de la termodinámica. Cualesquiera que sean, cumplirán su función de mostrar la supremacía de lo teórico sobre lo práctico, de lo abstracto sobre lo concreto y del saber sobre el hacer.
Por tanto, se entiende la oposición que las propuestas de educación tecnológica han despertado entre los saberes escolares tradicionales, sean las humanidades, o, incluso, las ciencias. En este momento les ha tocado a las enseñanzas tecnológicas el turno de enfrentarse a la tradición y encarnar, en cierto modo, el impulso de la modernización. Pero la historia muestra que las tendencias inerciales en educación son muy fuertes y han resistido muy bien los embates de las anteriores rebeldías contra la tradición.
Quizá una buena estrategia para entender por qué sucede esto, y, por tanto, intentar evitarlo, sea comprender algo especialmente importante para la educación tecnológica: que la propia educación es ella misma una tecnología. La escuela no es sólo el lugar donde se enseñan y quizá se aprenden contenidos humanísticos, científicos y hasta tecnológicos. La escuela es ella misma un mecanismo social, un dispositivo que cumple importantes funciones que no siempre coinciden con lo que de ella se predica. La escuela puede ser para algunos el instrumento que les permite la promoción social, pero a costa de funcionar como un filtro, como una suerte de «demonio de Maxwell» (Bourdieu, 1994) que distingue a los alumnos en función de su capital cultural. Y para que el mecanismo funcione, para que su papel selectivo pueda cumplirse, es necesario contar con saberes abstractos que, como bien viera Platón con las matemáticas, hagan de filtro y faciliten la selección. A partir de aquí que lo enseñado, y sobre todo lo evaluado, sean las humanidades o las ciencias poco importa con tal de que quede claro su marcado carácter teórico, elitista y alejado de las actividades comunes de la vida práctica. Es evidente que la educación tecnológica no es, en principio, una buena candidata a ocupar un lugar en ese dispositivo escolar, aunque, como la historia ha demostrado, hay formas de tergiversar el sentido inicial de cada campo novedoso que llega a la escuela para acomodarlo a las funciones que ha de cumplir en ella.
El reto ahora es decidir qué papel ha de cumplir la educación tecnológica en la tecnología de la educación, porque puede servir para reorientar esas funciones, recuperando de forma consciente la genuina relación entre educación, tecnología y humanización.